12/2/13

La luz pálida


















"Estas fotografías, como todas las fotografías, apenas pueden decir nada. Ponen de manifiesto su propia incapacidad de contar. Nada deseo menos que insinuar que es el autor quien no ha utilizado bien la cámara fotográfica. Al revés, el fotógrafo sabe muy bien de qué está hablando, y aunque las fotografías no puedan decir, él está presente –o, lo que es lo mismo, sus sentimientos, sus emociones, sus frustraciones, sus esperanzas–  aquí y allá, por todas partes, en el centenar de imágenes que constituyen el trabajo.

Esa distancia entre la falta de capacidad de las fotografías para contar algo con propiedad y su vinculación a las emociones de quien es su autor no es algo nuevo. Cuentan que a Minor White un discípulo le estaba mostrando sus imágenes. Como el maestro no dijese nada mientras las miraba, el discípulo no pudo reprimir la pregunta: “¿Cree usted que puedo ser un buen fotógrafo?”. White dejó a un lado el portfolio, y quedó pensativo unos cuantos segundos. Finalmente, preguntó al alumno: “¿Has estado enamorado alguna vez?”. “Sí”, le respondió éste. “Entonces sí puedes”, dijo White.

Se trataría sobre todo, por tanto, de la capacidad emocional y sentimental de quien hace las fotografías. Me pregunto si esa especie de salida de tono de Minor White no tendría algo que ver con alguna convicción sobre lo poco dotado que está el invento fotográfico para otras causas.  Hace mucho tiempo que es un lugar común la afirmación de que el arte no se hace para el entendimiento, por más que ahora la deriva conceptual nos arrastre a todos a las cercanías del intelecto y al descrédito de lo sentimental. Viendo, una y otra vez, las fotografías de Miguel Leache realizadas en viviendas que acaban de ser desahuciadas, no puedo por menos que considerar –es algo que, por otra parte, vengo haciendo obsesivamente– las imposibilidades del medio fotográfico. ¿Por qué queremos siempre que la fotografía nos diga más cosas de las que puede decir? ¿Y por qué, al mismo tiempo, nos empeñamos en negarle facultades ligadas a lo emocional?

Hay un vínculo entre esas dos preguntas. El registro fotográfico de esos escenarios del desahucio sugiere muchas consideraciones de todo tipo, pero una de las más significativas, en mi opinión, es justamente la tensión entre lo racional y lo emocional. Si yo fuese el autor de estas fotografías, diría que es la tensión entre la tragedia que la imagen fotográfica no puede o no sabe contar y lo que siente mi corazón. Creo detectar esa tensión a lo largo de todo este trabajo. Tal y como yo la entiendo, es la tensión que está siempre en la médula de la empresa fotográfica.

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Puede seguirse el curso de esa tensión de muchas formas. Cuando decimos que la fotografía es una mezcla única de documento y arte, quizás nos estamos refiriendo de nuevo a la misma cosa. Los escenarios que nos muestran las fotografías de Miguel Leache son documentos en sí mismos, por lo que, a su vez, podríamos considerar esas imágenes como documentos de documentos.  Nos gustaría que fuesen documentos de la crisis canallesca que padecemos, pero la fotografía no lo permite. Consideradas una a una las imágenes de este proyecto, todas ellas –tal vez menos una– serían documentos insuficientes para hacer una afirmación tan contundente. Sabemos que lo son, porque alguien a quien creemos nos lo dice, pero nada más.

De todas estas habitaciones vacías, de paredes con frecuencia sucias o envejecidas, a veces con bolsas de objetos y restos de comida abandonados, la vida ha salido hace poco tiempo, abruptamente. Lo que sabemos y lo que intuimos por medio de las imágenes es muy perturbador. Quedan apenas despojos, más o menos ordenados o desordenados. Ya no son el botín de nadie, no parece que tengan mucho aprovechable. Apenas disimulan el vacío total, que se hace evidente en otras fotografías. Es sabido que la voz resuena en una casa vacía de un modo especial, como amplificando la ausencia. También la luz se esparce por las paredes diciendo a su manera que allí no queda nada parecido a la vida, iluminando estancias que siempre acaban resultando demasiado pálidas, como el enfermo terminal a quien el pulso vital abandona.

Podemos reconocer quizás algunos gestos demoledores. Miguel me hace ver cómo el colchón en pie, malamente apoyado en una pared, es una señal inequívoca de abandono definitivo. De punto final. Si lo pensamos un poco más, no podemos más que estremecernos. Abandonar a la fuerza el lecho donde se ha descansado, donde se ha amado, donde alguien se ha repuesto de una enfermedad, donde se han hecho planes de futuro, donde, en la noche, se ha soñado y se ha llorado, y dejarlo allí, desnudo, inútil, en pie, es la triste expresión de un fracaso muy doloroso. Y al mirarlo en algunas imágenes, como el propio fotógrafo en el escenario, tengo la certeza de que es un fracaso que nos alcanza a todos.

Sí, estos escenarios son documentos por sí solos. Pero qué documentos tan especiales, que no saben decir a través de sus propias imágenes, aunque estas puedan encogernos el corazón. Tal vez es así porque necesitamos proyectarnos en las fotografías, sumirnos en su mudez, impregnar su enorme capacidad descriptiva con nuestras emociones: un colchón abandonado, el abrazo dibujado en una pared de un niño y un animal que se quieren, un cuadro infame que quedó como testimonio de un deseo de embellecer, unas cartas esparcidas por el suelo, una silla, vuelta hacia la luz, esperando inútilmente a alguien, un mantel de hule, yerto, último signo de la vida en una cocina-hogar-hoguera que nos hace retroceder al principio de los tiempos, donde nos costará menos reconocer el sentido de las cosas. La lucha por el fuego es un momento clave en la evolución del ser humano. Ahora hemos transformado aquella lucha directa por el control de la hoguera en un amasijo de normas y plazos, transacciones mercantiles y disposiciones burocráticas y judiciales en las que se camufla el poder y el dominio de unos seres humanos sobre otros.

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A lo largo de buena parte del siglo xx, la fotografía –documental– se nutre de su supuesta naturaleza indicial. He dicho que los propios escenarios de las fotografías de Leache ya son documentos en sí mismos. Mejor aún, son huellas, residuos de una experiencia traumática reciente. Como tales, no tendría nada de sorprendente que alguien reconstruyese –por ejemplo en un museo– esos espacios, esas habitaciones, tal cual. De los días felices al vacío. Escenarios del desamparo. Seríamos partícipes, así, en cierto modo nada más, de otra experiencia, que también se me antoja traumática: la de Miguel Leache entrando en esas estancias y en su pesada atmósfera de luz y silencio.

Si no fuese porque uno lleva demasiados años en esto podría pensar que la labor del fotógrafo es casi irrelevante. Los escenarios se cuentan a sí mismos. No es menester añadir nada a esa jamba desencuadernada, a la mancha de un radiador en la pared, al adorno de escayola mal pintado. Podríamos automatizar la faena, plantar el trípode en la mitad de la estancia, a la altura de los ojos, y dejar que el fotómetro y el obturador hagan el resto. Como un nuevo topógrafo de lo que ya son espacios de exclusión, el fotógrafo podría adoptar un discurso aséptico, emocionalmente plano, y escudarse, diluyéndose, en el poder descriptivo del dispositivo fotográfico. La acumulación de imágenes cumpliría su misión. Esa podría ser también una de tantas propuestas conceptuales al uso. El código deontológico de muchos artistas conceptuales parece basarse en alguna suerte de ausencia de implicación moral, o al menos en el sospechoso establecimiento de una larga distancia emocional. Un análisis deconstructivo eficaz, por ejemplo, se asienta en la identificación de contradicciones y ambigüedades, no tanto en la empatía, ni en la implicación ética en otros planos.

Así que, no lo duden, Miguel Leache podría alejarse de sí mismo, sobrevolar los restos del naufragio y dejar que la cámara diga o no diga. Allá ella. Pero, evidentemente, nada es tan sencillo. Ni la cámara puede gestionar esa facultad ni el fotógrafo puede ausentarse de la escena, aunque esto último lo venga intentando al menos desde Walker Evans. Radicalizar esa hipotética ausencia es como echar las persianas a las ventanas del alma, que no son los ojos, como a mi me enseñaron de pequeño. Para ver bien es mejor cerrar los ojos –y mirar hacia adentro– que abrirlos mucho. Las fotografías de Miguel Leache tienen más de exploración interior que exterior y, por eso, no son certificados de ausencia, sino de presencia.

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Todas las emociones son impulsos que nos llevan a actuar. Esa actuación puede ser meramente defensiva, significar el enfrentamiento a un problema o tal vez la huida de otro. Se diría que lo emocional puede representar el desplazamiento, hasta un segundo plano, de la racional e incluso de lo profesional, entendido esto último como una forma específica de racionalidad. Vamos, que si has estado enamorado, sí puedes; si tu alma ha sentido la punzada amarga del dolor, también.

La naturaleza que habla al ojo es diferente de la naturaleza que habla a la cámara, dice un viejo axioma. Lo que importa más es saber qué es lo que la fotografía no puede decir, por más que el fotógrafo, su autor, o nosotros, espectadores, deseemos. Entre lo emocional, que genera el impulso de hacer, y la inmovilidad insignificante y eterna de la imagen fotográfica, habita el fotógrafo. Es un espacio reducido, difícil, próximo a la utopía. Entre lo que la imagen fotográfica es capaz o no de contar y lo que nosotros como receptores creemos o queremos ver en ella, está lo que el fotógrafo sabe, y también lo que sabemos nosotros. Las fotografías no son, por tanto, más que un territorio de confluencia. Fuera de él podemos arañar su superficie durante siglos, que no hallaremos gran cosa. En cambio, en ese territorio está todo, con la sola condición de permanecer callados y, casi siempre, con los ojos cerrados. Con estas imágenes en la penumbra de la mente, lo que sabemos nos oprime el corazón, y la incapacidad de la fotografía nos lo recuerda vívidamente."

                                                                                                               
Texto de Carlos Cánovas para el libro Por los días Felices  
editorial KEN

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